En los años inmediatamente posteriores a la anexión
de estos reinos a la Unión Europea se advirtió un fuerte desarrollo económico
merced a las ingentes subvenciones que arribaron a suelo patrio.
Una de las manifestaciones más evidentes de ese
fuerte despegue económico fue la mejora de las comunicaciones, en especial las principales carreteras del Estado. Años
más tarde, el avance se materializó en los trenes de alta velocidad.
Y España entera vio acercarse sus extremos. Las
regiones se acercaron. Se aproximaron puesto que las distancias, considerando el tiempo real empleado, se acortaron. Sí, efectivamente improbable lector, desde antes existía el avión, pero el
avión, entonces como hoy, es un medio transporte obsoleto, caro, incómodo y humillante.
Me explicaré. El tiempo empleado en volar de Madrid
a Sevilla es de apenas tres cuartos de hora, es verdad, pero es necesario añadir algo más: el comienzo requiere viajar en taxi hasta el aeropuerto. Humillarse ante unos guardas de seguridad
que no han asimilado aún el concepto de cortesía. Quedarse casi en cueros porque hasta la hebilla del cinturón hace saltar las alarmas. Emplear un par de
horas en visitar las costosas tiendas que pueblan las terminales porque los
retrasos son endémicos. Volar, con todo lo que supone: apreturas en unos
asientos ideados para pigmeos; azaflautas que creen descender de alta cuna y
ponen en evidencia su baja estofa con su agrio trato; pagar hasta por un vaso
de agua; sensaciones de caída inmediatamente después del despegue; y baches de
aire a lo largo de la ruta. Cuando por fin se pone pie en tierra firme ya
únicamente resta esperar casi una hora para encontrar la maltratada maleta en
una cinta en la que cualquier desaprensivo puede adueñarse de lo ajeno y de
nuevo tomar un taxi para alcanzar la ciudad de destino. Conclusión: incomodidades de todos los pelajes y horas perdidas.
En definitiva, el recurso al medio de transporte aéreo
para desplazarse a otra ciudad peninsular es únicamente aceptable cuando se
desea cumplir la penitencia impuesta por un confesor que haya advertido un
grave pecado de soberbia.
La posibilidad de realizar viajes relacionados con
el ocio al resto de Europa es hoy una feliz realidad. Realidad solamente empañada por la incapacidad de afrontar cualquier gasto que vaya más allá
de la subsistencia para la ya casi inexistente clase media española.
En cualquier caso la posibilidad existe. Podrán
aprovecharla al menos quienes nos representan en la cámara creada para la
redacción de las leyes que, a buen seguro, gozarán de una economía sin duda
saneada.
Vuelvo a irme por las ramas. Es preferible no reflexionar
cuando se redacta porque es fácil recalar en campos vedados. Vuelvo al hilo: Europa
entera se ha acercado. Hoy, viajar a la capital de Inglaterra (ya, ya lo sé,
también del Reino Unido) es más sencillo al existir un túnel, que une la Bretaña
continental con la insular, bajo el mar del canal que se titula como la patria
de don Quijote.
Visitar Londres (no diré London porque redacto en
castellano, al contrario que los vascongados que nombran Euskadi en cualquier conversación mantenida en la lengua de don Alonso Quijano), es hoy más sencillo al poder
incluso arribar en el propio automóvil o sobre todo en el muy cómodo (y con cafetería)
tren veloz.
El Colegio de Armas se encuentra a escasos cien
metros de la catedral de san Pablo. La entrada es gratuita.
Lamentablemente, si no se ha concertado previamente una difícil visita guiada,
únicamente podrá acceder al patio de entrada y a la gran sala que fuera juzgado
de armas y que hoy sirve como breve museo.
En esta última cámara podrá observar: algunas
cimeras que se exhiben permanentemente luciendo todos sus esmaltes; la sede
desde la que el conde-mariscal, el tradicionalmente católico duque de Norfolk, presidía
los juicios sobre litigios heráldicos en nombre del monarca; y los estandartes
de cada uno de los oficiales de armas que conforman el colegio.
Concluyo con la imagen que ha dado lugar a esta
tediosa entrada. La fotografía que expone los horarios de visitas de tan
alta institución para que, en su próxima visita a Inglaterra improbable lector, no deje de acudir
a este significado lugar.