El fallecimiento de un familiar y los
posteriores días de duelo permiten alcanzar una perspectiva que el normal
desarrollo del devenir vital, (de la vida cotidiana, vaya) impide habitualmente.
Perspectiva definida a partir de, por un
lado el dolor propio del alejamiento de un ser querido, y por otro desde la
inevitable reflexión vital a la que conduce el fin de una vida cercana.
Este ínfimo mundo, para nosotros tan vital
improbable lector, que abarca únicamente a las personas empeñadas (¿sería mejor
decir convalecientes?) en el desarrollo de la ciencia heroica y afines, es tan
escaso que, al fin y al cabo, está habitado por unas pocas almas que, antes o
después, acaban conociéndose en cualesquiera de los actos que nos convocan a
los habitantes de este efímero y superfluo entorno.
La posibilidad de entablar conversación
sobre temas tan específicamente extraños para el común como son la heráldica y
sus asignaturas cotangentes da lugar al establecimiento de relaciones de
amistad que se han de suponer sinceras a partir del común esparcimiento que supone
la charla sobre una afición común.
No obstante, redundando en el enfoque que
se alcanza ante una circunstancia dolorosa, el fallecimiento de mi padre me ha
permitido advertir con objetividad quiénes alcanzan la categoría de amigos y
quiénes se limitan a compartir afición.
Así, personas a las que conocía desde hace
años, con las que he tenido la suerte, no diré lo contrario, de compartir mesa y
mantel (y animada charla sobre nuestras comunes aficiones) aún, meses después,
no han encontrado el momento, no ya para acudir a cualquiera de los tres
funerales, tres, que se convocaron para rogar por el alma de mi difunto padre,
sino que no han encontrado siquiera la ocasión propicia para descolgar el teléfono y
pronunciar unas palabras de ánimo ante tan dolorosa circunstancia.