miércoles, 17 de septiembre de 2014

REMEDOS

Cada vez veo más cine. En casa claro, lo exiguo del sueldo no da para alardes de visitas a las salas de proyección. Y en familia. Palomitas de microondas incluidas. Me parece un ejercicio sano porque luego comentamos la película y los padres aprendemos acerca de cómo piensan nuestros hijos. (A veces con verdadera sensación de alarma).
Una de las más recientes que hemos visto (bueno, realmente la terminé yo sólo porque la cinta es floja) es la titulada “La dama de hierro”. Sí, ésa, la de la vida de Margaret Thatcher, cuyas armas, una vez ennoblecida fueron las que siguen:
Todos recordamos el pulso que sostuvo contra la industria minera de su país. Permitió que una huelga se alargara durante meses con los disturbios consiguientes. Su afán era conseguir que su nación adquiriera un tejido industrial basado en la tecnología, no en una minería que resultaba propia de naciones del tercer mundo. Y lo consiguió.
Margaret Thatcher se mantuvo once años como primera ministra. Abandonó el cargo no a consecuencia de derrota electoral sino por la pérdida de confianza de sus propios compañeros de partido.
En un momento cercano al final de la filmación, en el marco de una gran sala en la que se celebra un consejo de ministros, Thatcher les reprende con palabras similares a las que siguen: Entiendo perfectamente sus complejos y su consiguiente desidia. Ustedes no han escalado puestos para llegar hasta las sillas que ocupan en esta sala de ministros. Han accedido sin esfuerzo porque ese duro trabajo ya lo realizó algún antepasado suyo, del que ustedes ostentan el título nobiliario. Pero yo no, yo soy hija de un tendero y he escalado cada puesto, sin deber nada a nadie, con voluntad y con perseverancia en la obligación que la ciudadanía me ha encomendado.
Es esa la idea que hoy quiero trasmitir: para alcanzar algo, hay que ganarlo. Con trabajo y esfuerzo. No remedarlo sin aportar mérito alguno.
Expuse no hace mucho una idea: la uniformidad que ostentan tanto los autodenominados Reales tercios, como la corporación de san Lázaro, llaman al equívoco. Pretenden parecer militares sin serlo. Sin esfuerzo. De forma fácil.
¿No está de acuerdo conmigo improbable lector? De alguna forma dan a entender que el uniforme militar no es ya la expresión exterior de la disciplina interior y del empeño por realizar la labor encomendada lo mejor posible. Al contrario, parecen manifestar que vestir uniforme castrense es propio de fiestas de dudoso gusto, de actos que recuerdan con cierta sorna una verdadera reunión militar. Insisto: se uniforman con atuendo que llama al equívoco, por recordar vivamente un uniforme militar, pero no realizan el esfuerzo por alcanzar a lucirlo por derecho, estudiando con denuedo hasta obtener plaza en cualquier oposición a los ejércitos.
El último Atavis, remitido por el conde de los Viñedos de Zenda, mi admirado maestro don José María Montells Galán, hace extenso alarde de la nueva uniformidad que deben vestir los caballeros de la tan insigne y caritativa corporación de san Lázaro. 
Uniformidad que recuerda perfectamente la de etiqueta del Ejército de Tierra. Con sus divisas en la bocamanga y todo. 
La de los denominados Reales tercios es aún más parecida, más equívoca.
Y hasta imitan el saludo militar:
Añadiría otra idea a la anterior, aunque en realidad es la misma: ¿ha reparado, improbable lector, en la cantidad de condecoraciones que se lucen sobre esos pseudouniformes militares de los que he hablado en los anteriores párrafos? ¿Cuáles son los méritos constatados para vestir tantos kilogramos de medallas?
El sentir de la familia castrense entera es simple: las condecoraciones se ostentan únicamente si se ha alcanzado el mérito para poder exhibirlas con orgullo.
Y es que el dialogo entre un verdadero militar, (con tan sólo una o dos medallas después de treinta años de servicio y un par de misiones de varios meses en Asia) y un caballero de alguna de esas corporaciones, con el pecho cuajado de metal rimbombante, podría ser similar a esto:
-¿Y todas esas medallas de qué son?
-Ya ves.
-Esa gran cruz roja, por ejemplo ¿qué has hecho para ganarla?
-Bueno, en realidad significa que soy caballero de la orden de la Zambomba Inconclusa.
-Ah (silencio). Oye, ¿y qué méritos hiciste para pertenecer a esa orden?
-Pues mira, pagar para ingresar. En fin, esto…bueno… bonita fiesta ¿eh? ¿oye, te he presentado al marqués de Álamo Estrecho?
Imagine la cara del verdadero militar. (Y la del que se uniforma, sin fundamento, con mucho aparato)
Bueno, ya termino. No hay que demonizar. Evidentemente. Cada cual que se comporte como le dicte su conciencia. Pero, convendrá conmigo improbable lector en la idea: no hay que hacer lucimiento de lo que no se ha ganado con esfuerzo, más parece burla que homenaje.