Cada vez veo más cine. En casa claro, lo exiguo del sueldo no da
para alardes de visitas a las salas de proyección. Y en familia. Palomitas de microondas
incluidas. Me parece un ejercicio sano porque luego comentamos la película y los padres
aprendemos acerca de cómo piensan nuestros hijos. (A veces con verdadera
sensación de alarma).
Una de las más recientes que hemos visto (bueno, realmente la
terminé yo sólo porque la cinta es floja) es la titulada “La dama
de hierro”. Sí, ésa, la de la vida de Margaret Thatcher, cuyas armas, una vez
ennoblecida fueron las que
siguen:
Todos recordamos el pulso que sostuvo contra la industria minera de
su país. Permitió que una huelga se alargara durante meses con los disturbios
consiguientes. Su afán era conseguir que su nación adquiriera un tejido
industrial basado en la tecnología, no en una minería que resultaba propia de
naciones del tercer mundo. Y lo consiguió.
Margaret Thatcher se mantuvo once años como primera ministra. Abandonó
el cargo no a consecuencia de derrota electoral sino por la pérdida de
confianza de sus propios compañeros de partido.
En un momento cercano al final de la filmación, en el marco de una
gran sala en la que se celebra un consejo de ministros, Thatcher les reprende con
palabras similares a las que siguen: Entiendo perfectamente sus complejos y su consiguiente desidia. Ustedes
no han escalado puestos para llegar hasta las sillas que ocupan en esta sala de
ministros. Han accedido sin esfuerzo porque ese duro trabajo ya lo realizó
algún antepasado suyo, del que ustedes ostentan el título nobiliario. Pero yo
no, yo soy hija de un tendero y he escalado cada puesto, sin deber nada a
nadie, con voluntad y con perseverancia en la obligación que la ciudadanía me ha encomendado.
Es esa la idea que hoy quiero trasmitir: para alcanzar algo, hay
que ganarlo. Con trabajo y esfuerzo. No remedarlo sin aportar mérito alguno.
Expuse no hace mucho una idea: la uniformidad que ostentan tanto los autodenominados Reales tercios, como
la corporación de san Lázaro, llaman al equívoco. Pretenden parecer militares
sin serlo. Sin esfuerzo. De forma fácil.
¿No está de acuerdo conmigo improbable lector? De alguna forma dan
a entender que el uniforme militar no es ya la expresión exterior de la
disciplina interior y del empeño por realizar la labor encomendada lo mejor
posible. Al contrario, parecen manifestar que vestir uniforme castrense es
propio de fiestas de dudoso gusto, de actos que recuerdan con cierta sorna una
verdadera reunión militar. Insisto: se uniforman con atuendo que llama al
equívoco, por recordar vivamente un uniforme militar, pero no realizan el
esfuerzo por alcanzar a lucirlo por derecho, estudiando con denuedo hasta
obtener plaza en cualquier oposición a los ejércitos.
El último Atavis, remitido por el conde de los Viñedos de Zenda, mi
admirado maestro don José María Montells Galán, hace extenso alarde de la nueva
uniformidad que deben vestir los caballeros de la tan insigne y caritativa corporación de san Lázaro.
Uniformidad que recuerda
perfectamente la de etiqueta del Ejército de Tierra. Con sus divisas en la
bocamanga y todo.
La de los denominados Reales tercios es aún más parecida, más equívoca.
La de los denominados Reales tercios es aún más parecida, más equívoca.
Y hasta imitan el saludo militar:
Añadiría otra idea a la anterior, aunque en realidad es la misma:
¿ha reparado, improbable lector, en la cantidad de condecoraciones que se lucen
sobre esos pseudouniformes militares de los que he hablado en los
anteriores párrafos? ¿Cuáles son los méritos constatados para vestir tantos
kilogramos de medallas?
El sentir de la familia castrense entera es simple: las
condecoraciones se ostentan únicamente si se ha alcanzado el mérito para poder exhibirlas
con orgullo.
Y es que el dialogo entre un verdadero militar, (con tan sólo una o
dos medallas después de treinta años de servicio y un par de misiones de
varios meses en Asia) y un caballero de alguna de esas corporaciones, con el
pecho cuajado de metal rimbombante, podría ser similar a esto:
-¿Y todas esas medallas de qué son?
-Ya ves.
-Esa gran cruz roja, por ejemplo ¿qué has hecho para ganarla?
-Bueno, en realidad significa que soy caballero de la orden de la
Zambomba Inconclusa.
-Ah (silencio). Oye, ¿y qué méritos hiciste para pertenecer a esa
orden?
-Pues mira, pagar para ingresar. En fin, esto…bueno… bonita fiesta
¿eh? ¿oye, te he presentado al marqués de Álamo Estrecho?
Imagine la cara del verdadero militar. (Y la del que se uniforma,
sin fundamento, con mucho aparato)
Bueno, ya termino. No hay que demonizar. Evidentemente. Cada cual que se comporte como le dicte su conciencia. Pero, convendrá conmigo improbable lector en la idea: no hay que hacer lucimiento de lo que no se ha ganado con esfuerzo, más parece burla que homenaje.
Bueno, ya termino. No hay que demonizar. Evidentemente. Cada cual que se comporte como le dicte su conciencia. Pero, convendrá conmigo improbable lector en la idea: no hay que hacer lucimiento de lo que no se ha ganado con esfuerzo, más parece burla que homenaje.