Tanto prestigio mantienen aún las llamadas Órdenes Militares, (me refiero a las órdenes nobiliarias de Santiago, Calatrava, Alcántara y Montesa) que aún nuestro propio monarca se adorna de las veneras de las mismas al vestir los uniformes de capitán general de sus propios ejércitos.
Pero este prestigio ¿en qué se basa? Realmente, no agrupan a los más adinerados del reino. Sus integrantes carecen de poder al no ser quienes ocupan los puestos desde los que se dirige la sociedad en modo alguno.
Ciertamente, en la actualidad no aportan otro prestigio que la antigüedad de sus familias ¿y es ese, entonces, motivo suficiente para que cualquiera de los que nos acercamos al conocimiento de las que se podrían denominar ciencias heroicas busquemos el acceso a todo trance en alguna de esas órdenes o de sus hermanas inferiores? No lo acabo de entender. Pero así es.
La semana pasada disfruté del honor de compartir mesa y mantel (bueno y cervezas y copas de licor varias) con tan solo dos de los miembros de la tertulia heráldica. Buenos y ya antiguos amigos. Mi objetivo, aparte claro el aprendizaje que supone cualquier conversación con maestros de nuestras ciencias, era conseguir que uno de ellos, con prestigio bastante, accediera a presentar a otros dos compañeros de nuestra tertulia, ausentes ese día, a una de las órdenes menores que pueblan el universo de las corporaciones de caballeros en nuestro suelo patrio.
Y mi objetivo no fue alcanzado. Me permití explicarle que, puesto que nuestra fe cristiana exige ayudar al prójimo, y además a él no le suponía un especial esfuerzo, debería acceder a presentarlos como futuros caballeros. Pero no. Su principal argumento era que, a pesar de que se trata de dos cristianos ejemplares y de reconocido prestigio en nuestro entorno heráldico, le supondría un cierto desdoro presentar a individuos que carecían de estudios suficientes y de puestos de trabajo brillantes.
Le expuse que otros antes que ellos, en particular un conocido de todos nosotros, había alcanzado el ingreso en la orden sin aportar más méritos que la amistad con otros componentes de la orden y que incluso carecía de estudios, de puesto relumbrante, de rentas elevadas o del prestigio que sí que aportaban mis recomendados. Nada conseguí.
Así que efectivamente aún hoy, improbable lector, en las órdenes de caballeros, las que no exigen nobleza para el ingreso, no se franquea el acceso a un cristiano ejemplar, o a un perfecto caballero en su comportamiento y trato, o a un gran conocedor de nuestras ciencias, si no goza de un título académico, de una renta suficiente, de un cargo laboral relevante o, sobre todo, de verdaderas amistades que ya pertenezcan a la orden.
Y tras la infructuosa comida, ya de noche, consultando el correo, se confirmó mi reflexión. Un antiguo fiscal de una de las órdenes menores, buen amigo, contestó a un correo anterior que, al igual que había ocurrido al mediodía, negaba el acceso a un oficial, compañero de curso de estadística, ingeniero en Informática, gran estudioso de nuestra ciencia heráldica, argumentando que, aunque efectivamente era oficial, no alcanzaba el empleo suficiente.
No me molesté en responderle. En mi cabeza apareció la imagen de un hermano de hábito que fue armado caballero a mi lado, y que poseía el mismo empleo militar que aquel a quien yo había presentado y había resultado rechazado.
No me molesté en responderle. En mi cabeza apareció la imagen de un hermano de hábito que fue armado caballero a mi lado, y que poseía el mismo empleo militar que aquel a quien yo había presentado y había resultado rechazado.
La conclusión, convendrá conmigo improbable lector, es que actualmente el ingreso en las órdenes mayores, las cuatro antiguas órdenes militares españolas, junto con Malta, se alcanza por derecho de nacimiento, es decir, por acumular nobleza.
Apostilla
Que no se me olvide, que sé que luego se enfada (y con razón). El escudo que encabeza esta entrada es obra del maestro don Carlos Navarro.