Exponía hace
unos días que mi coleccionismo heráldico ya solo admite, o lo que exhibe
calidad muy aceptable, o lo que demuestra excepcional rareza.
Y es que la
heráldica es un arte. Un arte con método científico, pero arte. De ahí que
haya composiciones heráldicas que muestren esa calidad de la que acabo de hablar frente
a otras que no la poseen.
El arte, la
definición es de don Torcuato Luca de Tena, podría definirse como la sublimación estética de
lo inútil, de lo innecesario para la supervivencia.
Hoy quiero
hablar de arte. La reflexión que pretendo exponerle, improbable lector, seguro
que ya se le ha pasado por la imaginación pero se ha negado a aceptar la gran
verdad que esconde. El
planteamiento requiere su proceso. Un proceso que abarcará dos especialmente tediosas entradas. Allá voy.
A la edad
de seis años comencé a estudiar música. Dos años con una profesora particular y
a partir de los ocho años, y hasta los diecinueve, recibiendo enseñanza reglada
en Real Conservatorio Superior de Música de Madrid.
Cursé los
cinco años de lo que ahora se llama lenguaje musical y entonces solfeo, dos de
coral, dos de armonía y cuatro cursos de piano.
El esfuerzo
necesario que exigía el estudio de la carrera en la universidad logró que me
despegara de la música, pero tantos años de aprendizaje acabaron por anclar en
mi pensamiento la capacidad de interpretar partituras.
Hace poco
más de un año, al pasar los magos de oriente por la casa desde la que se
redacta este tedioso blog, tuvieron a bien dejar para quien suscribe un violín.
Efectivamente, improbable lector, el violín es el instrumento que de verdad
hace la música ¿no ha reparado en que mientras está viendo una película, si de
pronto advierte que está escuchando una melodía que lleva ya un rato sonando procede de violines? Si comienza a sonar un piano durante una
película lo advertirá desde el comienzo. La melodía que produce un violín es
tan armónica que pasará inadvertido el comienzo de su ejecución.
Pero el
violín no es como el piano. Requiere aún más técnica. Así que comencé a recibir
clases con periodicidad semanal.
Me lo he
tomado muy en serio. Todos los días dedico al menos una hora a interpretar a
Puccini, el O mio babino caro y Nessum Dorma; a Beethoven; a Jules
Massenet, con el preludio del tercer acto de su ópera Thaïs, quizá la melodía más armónica de cuantas practico; y a algunos
más.
Dedico, aparte la propia práctica con el violín, cualquier rato de soledad a escuchar melodías en la red. Youtube ha sido todo un descubrimiento. Ya no sólo por los conciertos que exhibe, sino hasta por las películas relacionadas con la música que atesora.
Concluyo por ahora esta egocéntrica, tediosa y pedante exposición, que ya continuaré cuando se haya usted recuperado de la lectura de la entrada de hoy improbable lector, recomendándole
dos de ellas: El
violín rojo y sobre todo Eroica.
La primera puede distraer e incluso atraer, sin que sea necesario que la música
clásica cautive especialmente. Para enfrentarse a la segunda conviene ser al menos aficionado a la tercera sinfonía de, como diría el Alex de la Naranja
Mecánica, Ludwig Van.