miércoles, 5 de febrero de 2014

CEREMONIA

No sé qué extraño poder de permanencia posee la gripe de este año. Han pasado ya dos semanas desde que me consideré restablecido. Pero la realidad es que aún mantengo un estado poco operativo. Así que he vuelto a perder la frescura que me exigía el barón de Sórvigo.
Hoy, siguiendo los consejos de los escasos que se asoman a este tedioso blog, no hablaré de heráldica. Pretendo aburrirle, improbable lector, con un brochazo sobre ceremonial.
Es cierto que cualquier generalización es injusta. Pero existe un patrón que demuestra que cualquier corporación, entidad social, agrupación de individuos, gusta de establecer ceremonias.
Las juntas de vecinos siguen su ritual: lectura de actas, quejas, airadas exposiciones individuales, peleas; el gremio castrense logra cierta vistosidad en sus liturgias: izado y arriado de bandera, desfiles, exaltación de virtudes militares, acto a los caídos; las órdenes de caballería rememoran las solemnidades de antaño: cruzamiento de neófitos, vela de armas, capítulos generales; y la Iglesia, del mismo modo, practica cultos de muy variada naturaleza.
Veinte siglos de existencia, habitualmente cercana a los poderes establecidos, fueran del signo que fueran, han logrado que los ritos eclesiásticos alcancen cierto atractivo ceremonial acrisolado por la antigüedad.
Es desde luego poco habitual, pero quiero referirme en particular a una ceremonia eclesial.
Y es que ante la existencia de pecados especialmente graves y de naturaleza pública y notoria la Iglesia utilizó la pena de excomunión.
Reservada realmente para los gobernantes que no obedecían en materia política a nuestra madre la Iglesia, su uso alcanzaba siempre el objetivo pretendido dado que cualquier excomulgado perdía el derecho a ejercer autoridad, resultando sus súbditos exonerados del juramento de acatar sus mandatos.
La liturgia de la excomunión venía establecida en una serie de movimientos. El primero de ellos requería la participación de un obispo acompañado de doce sacerdotes. Reunidos en capítulo ante un altar consagrado recitaban una oración de sanción que contenía estas estremecedoras palabras: Lo separamos a él y a sus cómplices y encubridores del cuerpo y la sangre del Señor y del conjunto de los cristianos. Lo excluimos de la santa madre Iglesia, tanto en el cielo como en la tierra. Lo declaramos excomulgado y anatema.
Posteriormente se hacía sonar la campana del santuario con la cadencia reservada a anunciar un fallecimiento, dado que para la Iglesia el excomulgado había muerto. 
A continuación se cerraba violentamente el libro de los santos evangelios simbolizando que la salvación que contienen sus textos había sido arrebatada al pecador público.
Concluía el lóbrego ritual caminando en procesión en busca del excomulgado. En su presencia al fin, el obispo, que había de portar un cirio encendido, lo volteaba hasta disponerlo en posición invertida, procediendo a apagarlo violentamente contra el suelo mientras le comunicaba su excomunión.
Imagino que en la actualidad la ceremonia permanecerá en franco desuso. Ofrecía cierto carácter tenebroso, sombrío,  triste, oscuro.
Agrego para terminar un majestuoso óleo del francés Laurens que muestra la conclusión del rito expuesto.
Y me permito llamar su atención, a fin de olvidar el mal sabor de boca que trasmite la sucesión de hechos relatados, con un detalle acerca del cuadro: hoy su exposición hubiera quedado prohibida al recordar con claridad un cigarrillo encendido.