No sé qué extraño poder de
permanencia posee la gripe de este año. Han pasado ya dos semanas desde que me
consideré restablecido. Pero la realidad es que aún mantengo un estado poco
operativo. Así que he vuelto a perder la frescura que me exigía el barón de
Sórvigo.
Hoy, siguiendo los consejos de
los escasos que se asoman a este tedioso blog, no hablaré de heráldica.
Pretendo aburrirle, improbable lector, con un brochazo sobre ceremonial.
Es cierto que cualquier
generalización es injusta. Pero existe un patrón que demuestra que cualquier corporación,
entidad social, agrupación de individuos, gusta de establecer ceremonias.
Las juntas de vecinos siguen su
ritual: lectura de actas, quejas, airadas exposiciones individuales, peleas; el
gremio castrense logra cierta vistosidad en sus liturgias: izado y arriado de
bandera, desfiles, exaltación de virtudes militares, acto a los
caídos; las órdenes de caballería rememoran las solemnidades de antaño:
cruzamiento de neófitos, vela de armas, capítulos generales; y la Iglesia, del
mismo modo, practica cultos de muy variada naturaleza.
Veinte siglos de existencia,
habitualmente cercana a los poderes establecidos, fueran del signo que fueran,
han logrado que los ritos eclesiásticos alcancen cierto atractivo ceremonial
acrisolado por la antigüedad.
Es desde luego poco habitual,
pero quiero referirme en particular a una ceremonia eclesial.
Y es que ante la existencia de pecados
especialmente graves y de naturaleza pública y notoria la Iglesia utilizó la
pena de excomunión.
Reservada realmente para los
gobernantes que no obedecían en materia política a nuestra madre la Iglesia, su
uso alcanzaba siempre el objetivo pretendido dado que cualquier excomulgado
perdía el derecho a ejercer autoridad, resultando sus súbditos exonerados del
juramento de acatar sus mandatos.
La liturgia de la excomunión
venía establecida en una serie de movimientos. El primero de ellos requería la
participación de un obispo acompañado de doce sacerdotes. Reunidos en capítulo
ante un altar consagrado recitaban una oración de sanción que contenía estas
estremecedoras palabras: Lo separamos a él y a sus cómplices y encubridores del
cuerpo y la sangre del Señor y del conjunto de los cristianos. Lo excluimos de
la santa madre Iglesia, tanto en el cielo como en la tierra. Lo declaramos
excomulgado y anatema.
Posteriormente se hacía sonar
la campana del santuario con la cadencia reservada a anunciar un fallecimiento,
dado que para la Iglesia el excomulgado había muerto.
A continuación se cerraba
violentamente el libro de los santos evangelios simbolizando que la salvación
que contienen sus textos había sido arrebatada al pecador público.
Concluía el lóbrego ritual caminando
en procesión en busca del excomulgado. En su presencia al fin, el obispo, que
había de portar un cirio encendido, lo volteaba hasta disponerlo en posición
invertida, procediendo a apagarlo violentamente contra el suelo mientras le
comunicaba su excomunión.
Imagino que en la actualidad la
ceremonia permanecerá en franco desuso. Ofrecía cierto carácter tenebroso,
sombrío, triste, oscuro.
Agrego para terminar un
majestuoso óleo del francés Laurens que muestra la conclusión del rito
expuesto.
Y me permito llamar su
atención, a fin de olvidar el mal sabor de boca que trasmite la sucesión de
hechos relatados, con un detalle acerca del cuadro: hoy su exposición hubiera
quedado prohibida al recordar con claridad un cigarrillo encendido.